Me encuentro sentada en ese sofá
viejo y trasnochado, ese del que me quejé tantas veces, y mismas que me
alentaste a cambiarlo. Estoy al pie de mi ventana, y vengo a contarte que ayer
salí con mis amigas, estábamos en ese café del centro, ese que está por tu
casa, y al que tanto nos gustaba ir. Como podrás adivinar me acordé de ti, y
también caí en cuenta, justo cuando Mary pedía tu café favorito, de que era
noviembre, un mes que, aunque frío y apático, para ti es muy especial, pues es
el mes de tu cumpleaños.
Pues bien, hoy es tres de noviembre,
y son las 11:40 de la noche. Tengo un té a mi lado y un buen libro sobre mi
regazo (en dónde me apoyo para escribirte esta carta, por cierto), costumbre de
la que siempre te mofabas, y la cual no he cambiado desde que te fuiste.
Y tengo que confesarte que las
páginas y mi amada infusión verde son las que me mantienen viva o, más bien,
sobreviviendo. No puedo evitar sentirme impotente al ver esas condenadas
estrellas, me recuerdan tanto a nuestras pláticas nocturnas, y a cómo nos
seguían con sus ojos a dónde quiera que íbamos, ¡puedo sentir cómo se burlan de
mi desgracia, de nuestra desgracia! Casi puedo escuchar sus risas cuando la
noche lóbrega me va comiendo viva.
¿Recuerdas esa promesa que hicimos
hace tanto tiempo? ¿Cómo jurábamos estar siempre juntos? En nuestra defensa,
éramos ingenuos, solamente niños, inocentes, y creo que eso es hermoso, aunque
triste. Paso un año y seguíamos juntos, pasaron dos, pasó la prepa, pasó uno
más. ¿Y después? Crecimos.
Siempre tuya,
Esmeralda.
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